Bogotá comidas para lidiar con el frío

“Usted debe salir de México y asistir a una entrevista para el visado en cualquier embajada mexicana fuera del territorio” fue la sentencia que motivó el viaje. Colombia la escogida, por los amigos sin ver desde hacía mucho tiempo y por su despensa, un tanto desconocida, a pesar de haber nacido y crecido en país vecino.
Me dispongo a tomar de la memoria estas notas de un recorrido por tierras colombianas en los meses de abril y mayo del pasado 2014, recorrido que inició con un cocido boyancense en Bogotá, pasó por el paraíso del plátano que es Cali, la contundencia de los platos en Medellín, cerrando con la habilidad de baristas de vuelta a la capital.
Debo decir que al apenas montarme en el avión, me saboreaba el plato de ajiaco santafereño que ya había probado unos ocho años antes (visita por razones académicas) en el barrio La Candelaria de Bogotá, las obleas con moras y queso de las plazas, los tragos de aguardiente y el aromático café. Afortunadamente, me encontré con una nueva nación, digo por lo de llegar ahora con la intención de devorarla (además de obtener mi visa de trabajo), y satisfacer tres de mis grandes debilidades culinarias: las sopas, el buen café y el plátano verde frito.
Una semana antes de que se llenara de luto la capital colombiana con la muerte de Gabriel García Márquez, mi atención se dirigía a buscar toda comida aún no probada, a excepción de mi preciado ajiaco, ese si lo quería tener frente a mí nuevamente . —Quiero un sancocho o caldo—, antojo satisfecho gracias al amigo Francisco Jiménez, quien me guió hasta un restaurante, Doña Elvira, y comer cocido boyacense: vasta orgía de tubérculos, incluyendo los locales cubios y chuguas, vegetales y carnes, encamados en plato hondo al calor de un caldo espeso. ¡Que bien me vino toda esa calentura con el frío recio que hacía!.
Para otra ocasión, me sentí como infante al atender una invitación a desayunar caldo de costilla de res; una sopa como primer plato del día es lo más cercano al hogar que me podía pasar, excelsa costumbre esta de desayunar con sopas, costumbre de los pueblos que somos atravesados o tocados por los Andes, de la cual soy ferviente defensor y fanático. Seguido todo de una humeante taza de chocolate caliente, siempre se antoja regresar a envolverse en sábanas y esperar rendido la siguiente hora de comer.

En las tardes, aproveché para transitar las caminerías del Parque Nacional y ser tentado por las mazorcas asadas untadas con mantequilla y los vasos de frutas cubiertas con crema, queso fresco, leche condensada y sirope de frutos rojos. Parecían algo grotescas las proporciones de esta última, pero sin darme cuenta terminé rebuscando en el fondo del vaso con la cucharilla.
La Puerta Falsa se llama el restaurante donde por vez primera vi, olí y comí el tamal santafereño, que es relleno con pollo y cerdo, envuelto en hojas de plátano, llegó caliente, desperdigando hilillos de vapor oloroso al centro de la mesa, seguido de una taza de chocolate de agua, pan y queso fresco para cerrar esta merienda. No se puede decir que las mesas bogotanas son mezquinas y como serlo con el clima que invita a estar siempre picando, eso me quedó claro: abundancia a toda hora del día; y no me quejo, me regocijo.
Ya cumplidas todas las tareas de burocracia, con mi visa ya aprobada, fue hora de emprender camino a Cali, ciudad que por referencia cliché, sólo sabía era tierra de salseros bravos; desconocía que esas insinuosas carreteras que pasan por Girardot, Ibagué y Armenia, y llegan a la capital vallecaucana, me entregarían una de las mejores experiencias como comensal, donde el plátano, los hervidos y la frescura del Pacífico, reinan. Pero les sigo contando en una próxima entrega, además de compartirles la entrevista al investigador German Patiño Ossa, académico que con una introducción histórica me ayudó a conseguir referencias para el mayor aprecio de la cocina vallecaucana.
Nota: de Bogotá aún falta mis goces con el café y mi reencuentro con el ajiaco, pero eso fue al regreso.
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